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Self-Compassion | Kristin Neff

Discovering self-compassion, cap 1 In Neff, Kristin (2011) Self-Compassion: The Proven Power of Being Kind to Yourself. Yellow Comet. ISBN-13978-1444738179

Esta preocupación compulsiva, el «Yo, mí, mío», no es amarnos a nosotros mismos. [...]

Amarnos a nosotros mismos implica las capacidades de resiliencia, compasión

y comprensión que forman parte del simple hecho de estar vivos.


Sharon Salzberg, The Force of Kindness



En esta sociedad increíblemente competitiva, ¿cuántos de nosotros se sienten realmente bien consigo mismos? Sentirse bien parece algo muy efímero, sobre todo porque necesitamos creernos «especiales y por encima de la media» para tener una autoestima alta. Cualquier cosa por debajo de ese estado parece un fracaso. Recuerdo que en mi primer año de facultad, un día me pasé horas preparándome para una gran fiesta y acabé quejándome a mi novio de que mi pelo, mi maquillaje y la ropa que llevaba eran totalmente inadecuados. Él intentó darme ánimos:


—No te preocupes, estás bien.

—¿Bien? Ah, bueno, vale, siempre he querido estar «bien»...


El deseo de sentirse especial es comprensible. El problema es que resulta imposible, por definición, que todo el mundo esté por encima de la media al mismo tiempo. Aunque destaquemos en uno u otro campo, siempre hay alguien más inteligente, más guapo, más brillante. ¿Cómo afrontamos eso? No muy bien. Para vernos desde una perspectiva positiva tendemos a inflar nuestros egos y menospreciar a los demás, de manera que salimos ganando con la comparación. Sin embargo, esa estrategia tiene un precio: nos impide desarrollar todo nuestro potencial en la vida.


Si tengo que sentirme mejor que tú para sentirme bien conmigo mismo, ¿con qué claridad voy a verte, o a verme a mí mismo? Digamos que he tenido un día estresante en el trabajo y que estoy gruñona e irritable con mi marido cuando llega a casa por la noche (es una situación hipotética, por supuesto). Si realmente hago todo lo posible por tener una imagen positiva de mí misma y no quiero arriesgarme a verme de manera negativa, voy a variar mi interpretación para asegurarme de que los posibles roces entre nosotros parezcan culpa de mi marido, no míos.


—Bueno, ya estás en casa. ¿Has traído lo que te pedí del supermercado?

—Acabo de entrar. ¿Qué tal algo como «Me alegro de verte cariño. ¿Cómo te ha ido el día?»?

—Si no fueses tan despistado, a lo mejor no tendría que ir siempre detrás de ti.

—Pues mira por dónde, sí he traído lo que me pediste.

—Ah, bueno... Es la excepción que confirma la regla. Ojalá no fueses tan informal.


No es precisamente una receta para la felicidad.


¿Por qué resulta tan difícil admitir que nos hemos pasado, que somos desagradables o impacientes? Porque nuestro ego se siente mucho mejor cuando proyectamos en los demás nuestros defectos y nuestras limitaciones. «Es culpa tuya, no mía.» Piensa en todas las discusiones y peleas que se desencadenan a partir de esta dinámica. Culpamos al otro por decir o hacer algo malo, justificando nuestras propias acciones como si nuestra vida dependiese de ello, cuando en realidad sabemos que dos no se pelean si uno no quiere. ¿Cuánto tiempo malgastamos en eso? ¿No sería mucho mejor reconocer las cosas y jugar limpio?


Sin embargo, es más fácil decirlo que hacerlo. Resulta casi imposible darse cuenta de esos aspectos de nosotros mismos que provocan problemas con los demás o que nos impiden alcanzar todo nuestro potencial si no somos capaces de vernos con claridad. ¿Cómo podemos crecer si no reconocemos nuestras propias debilidades? Podemos sentirnos mejor con nosotros mismos «temporalmente» si ignoramos nuestros defectos o si creemos que nuestros problemas y dificultades son culpa de otros, pero a la larga solo nos haremos daño porque nos quedaremos atascados en un círculo vicioso de estancamiento y conflicto.

 


EL PRECIO DE JUZGARSE A UNO MISMO


El hecho de alimentar continuamente nuestra necesidad de autoevaluación positiva es algo así como darnos un atracón de dulces. Momentáneamente nuestro nivel de azúcar sube, y después se produce el bajón. E inmediatamente después sigue un sentimiento de desesperación cuando nos damos cuenta de que, por mucho que nos guste, no siempre podemos atribuir nuestros problemas a los demás. No podemos sentirnos siempre especiales y por encima de la media. El resultado suele ser devastador. Nos miramos en el espejo y no nos gusta lo que vemos (en sentido literal y figurado), y la vergüenza empieza a instalarse en nuestro interior. La mayoría de nosotros somos increíblemente duros con nosotros mismos cuando finalmente reconocemos algún defecto o carencia. «No soy lo suficientemente bueno. No sirvo para nada.» No es de extrañar que ocultemos la verdad cuando la honestidad nos obliga a enfrentarnos a una condena tan dura.


En aquellos aspectos en los que resulta difícil engañarnos a nosotros mismos (cuando comparamos nuestro peso con el de las modelos, por ejemplo, o nuestra cuenta bancaria con las de los ricos y famosos), nos provocamos una enorme carga de dolor emocional. Perdemos la fe en nosotros mismos, empezamos a dudar de nuestro potencial y sentimos que no nos quedan esperanzas. En ese lamentable estado nos criticamos aún más a nosotros mismos, diciéndonos que somos unos inútiles perdedores, y nos sentimos cada vez peor.

Aunque consigamos organizarnos, lo que consideramos «suficientemente bueno» siempre parece fuera de nuestro alcance, y eso nos provoca frustración. Tenemos que ser listos, estar en forma, ser modernos e interesantes, tener éxito y resultar sexys. ¡Ah! Y espirituales. Por muy bien que hagamos las cosas, siempre hay alguien que parece hacerlas mejor. El resultado de esta línea de pensamiento da que pensar: millones de personas necesitan tomar medicamentos para afrontar cada nuevo día. La inseguridad, la ansiedad y la depresión son increíblemente comunes en nuestra sociedad, y en gran parte se debe a los juicios hacia uno mismo, el maltrato al que nos sometemos cuando sentimos que no somos unos ganadores en el juego de la vida.

 


UNA ACTITUD DIFERENTE


¿Cuál es la solución? Dejar de juzgarnos y de evaluarnos. Dejar de auto-etiquetarnos como «buenos» o «malos» y aceptarnos con generosidad. Tratarnos con la misma amabilidad, cariño y compasión que mostraríamos hacia un buen amigo, o incluso hacia un desconocido. Por desgracia, no hay casi nadie a quien tratemos tan mal como a nosotros mismos.


Cuando descubrí el concepto de la compasión hacia uno mismo, mi vida cambió casi de inmediato. Fue cuando cursaba mi último año en el programa de doctorado de desarrollo humano, en la Universidad de California, en Berkeley. Yo estaba dando los últimos retoques a mi tesis. Estaba atravesando un momento muy difícil, ya que mi primer matrimonio acababa de romperse, y sentía mucha vergüenza y aversión hacia mí misma. Pensé que unas clases de meditación en el centro budista local me ayudarían. Me interesaba la espiritualidad oriental desde que era pequeña (mi madre siempre tuvo una mente muy abierta). Sin embargo, nunca me había acercado a la meditación en serio. Y tampoco había estudiado la filosofía budista, ya que mi investigación sobre el pensamiento oriental estaba más orientada hacia las diferentes corrientes del New Age californiano. Leí el clásico de Sharon Salzberg, Amor incondicional, y ya nada volvió a ser lo mismo.


Sabía que los budistas hablan mucho de la importancia de la compasión, pero nunca había pensado que tener compasión hacia uno mismo pudiese ser tan importante como tenerla por los demás. Desde la perspectiva budista, tienes que cuidar de ti mismo para poder cuidar a los demás. Si te juzgas y te criticas continuamente intentando al mismo tiempo ser amable con los demás, estás poniendo límites artificiales que lo único que provocan en ti son sentimientos de separación y aislamiento. Es lo contrario de la integridad, la interconexión y el amor universal (el objetivo último en la mayoría de los caminos espirituales de cualquier tradición).

Recuerdo una conversación con mi nuevo novio, Rupert, que se apuntó conmigo a los encuentros budistas semanales. Yo negaba enérgicamente con la cabeza:


—¿Crees que es cierto que podemos permitirnos ser amables con nosotros mismos, tener compasión hacia uno mismo cuando nos equivocamos o pasamos por momentos realmente difíciles? No lo sé ... Si tengo demasiada autocompasión, ¿no caeré en la pereza y el egoísmo?


Pensé en ello durante un momento. Poco a poco me di cuenta de que la autocrítica (a pesar de estar aprobada socialmente) no sirve para nada. De hecho, solo empeora las cosas. No me iba a convertir en mejor persona por el hecho de maltratarme continuamente. Más bien estaba provocándome sentimientos de inadaptación e inseguridad. Y vertía mi frustración en las personas más cercanas a mí. Además, no quería reconocer nada de esto por miedo a sentir odio hacia mí misma si admitía la verdad.


Lo que Rupert y yo aprendimos fue que, en lugar de basar nuestra relación en la búsqueda de la satisfacción de todas nuestras necesidades de amor, aceptación y seguridad, teníamos que proporcionarnos esos sentimientos a nosotros mismos. De ese modo tendríamos el corazón mucho más lleno para compartirlo con el otro. Nos sentimos tan conmovidos con el concepto de la compasión hacia uno mismo que en nuestra boda, aquel mismo año, terminamos nuestros votos así: «Sobre todo, prometo ayudarte a tener compasión hacia ti mismo para que puedas evolucionar y ser feliz».


Después de conseguir mi doctorado, dediqué dos años a trabajar con un importante investigador sobre la autoestima. Quería saber más sobre cómo se determina el sentido de la propia valía. Muy pronto descubrí que la psicología actual está dejando de utilizar la autoestima como indicador decisivo de la buena salud mental. Aunque se ha escrito muchísimo sobre la importancia de la autoestima, los investigadores están empezando a señalar todas las trampas en las que podemos caer cuando intentamos desarrollar y mantener una autoestima alta: narcisismo, abstracción, ira, prejuicios, discriminación, etcétera. Me di cuenta de que la compasión hacia uno mismo era la alternativa perfecta a la búsqueda incansable de la autoestima. ¿Por qué? Porque ofrece la misma protección contra la autocrítica destructiva, pero sin la necesidad de que nos sintamos perfectos o mejores que los demás. En otras palabras, la compasión hacia uno mismo ofrece los mismos beneficios que una autoestima alta, pero sin sus inconvenientes.


Cuando conseguí un puesto de profesora adjunta en la Universidad de Texas en Austin decidí empezar a investigar sobre la compasión hacia uno mismo. Aunque nadie había definido la autocompasión desde una perspectiva académica (y mucho menos se había investigado), sabía que ese iba a ser el trabajo de mi vida.

¿Qué es la compasión hacia uno mismo? ¿Qué significa exactamente? Creo que para describirla podemos empezar utilizando la definición de una experiencia más conocida por todos: la compasión hacia los demás. Al fin y al cabo, la compasión es igual, tanto si la dirigimos hacia nosotros mismos como hacia los demás.

 


COMPASIÓN HACIA LOS DEMÁS


Imagina que te ves atrapado en un atasco de camino al trabajo y un indigente te pide unas monedas a cambio de limpiarte el parabrisas. «¡Qué pesado! —piensas—. Me va a retrasar. Seguramente solo quiere el dinero para bebida o drogas. A lo mejor me deja en paz si no le hago caso.» Pero no te deja en paz y tú permaneces sentado en tu coche mientras él te limpia el parabrisas. Te sientes culpable si no le das algo de dinero y resentido si lo haces.


Un buen día tienes una especie de revelación. Estás en otro atasco, en el mismo semáforo, a la misma hora, y ves al indigente con su cubo y su limpiacristales de siempre. Por alguna razón desconocida, lo miras con otros ojos. Lo ves como a una persona, no como una simple molestia. Percibes su sufrimiento. «¿Cómo sobrevive? La mayoría de la gente le dice que se vaya. Se pasa aquí todo el día, entre el tráfico y el humo, y seguro que gana muy poco. Solo está ofreciendo un servicio a cambio de unas pocas monedas. Debe de ser durísimo que la gente se muestre tan irritada contigo continuamente. Me pregunto cuál habrá sido su historia. ¿Cómo habrá acabado viviendo en la calle?» En cuanto ves al hombre como un ser humano que sufre, tu corazón conecta con él. En lugar de ignorarle, descubres (no sin sorpresa) que estás dedicando un momento a pensar en lo difícil que es la vida. Su dolor te conmueve y sientes la necesidad urgente de ayudarle de alguna manera. Si lo que sientes es verdadera compasión, no solo pena, pensarás algo así: «Podría pasarme a mí. Si hubiese nacido en otras circunstancias, o si hubiese tenido mala suerte, podría estar luchando por sobrevivir como ese hombre. Todos somos vulnerables».


Por supuesto, en ese momento tu corazón también podría endurecerse por completo (tu propio miedo a terminar en la calle hace que deshumanices a ese hombre horrible, harapiento y con una barba descuidada). Mucha gente lo hace. Pero eso no les convierte en personas felices, no les ayuda a enfrentarse a las tensiones de su trabajo, su vida en pareja o sus hijos cuando llegan a casa. No les sirve para enfrentarse a sus propios miedos. En todo caso, esa actitud (que implica sentirse mejor que el hombre sin techo) hace que las cosas parezcan un poco peores.


Pero imaginemos que tu corazón no se cierra. Pongamos que experimentas auténtica compasión hacia la mala suerte del indigente. ¿Cómo te sientes? Lo cierto es que se trata de una sensación muy positiva. Es maravilloso abrir tu corazón, porque inmediatamente te sientes más conectado, vivo, presente.


Imaginemos ahora que el hombre no intenta limpiarte el parabrisas a cambio de unas monedas. A lo mejor solo está mendigando para comprar alcohol o drogas. ¿Deberías sentir compasión hacia él de todos modos? La respuesta es sí. No tienes que invitarle a tu casa. Ni siquiera tienes que darle dinero. Puedes simplemente dedicarle una sonrisa amable o darle un bocadillo en lugar de dinero si crees que es lo mejor. En cualquier caso, sí merece tu compasión. Todos la merecemos. La compasión no solo es merecida por las víctimas inocentes, sino también por los que sufren fracasos, debilidades personales o malas decisiones. Sí, las mismas que tomamos tú y yo todos los días.


La compasión, entonces, implica reconocer y ver claramente el sufrimiento de los demás. También significa sentir bondad hacia los que sufren, y así surge el deseo de ayudar (de aliviar el sufrimiento). Por último, compasión significa reconocer que el ser humano es imperfecto y frágil.

 


COMPASIÓN HACIA NOSOTROS MISMOS


La compasión hacia uno mismo, por definición, tiene las mismas cualidades. En primer lugar, requiere que tomemos conciencia del propio sufrimiento. No podemos conmovernos ante nuestro propio dolor si no empezamos por reconocer que existe. Por supuesto, a veces resulta evidente que estamos sufriendo y no podemos pensar en nada más. Lo más habitual, sin embargo, es que no reconozcamos nuestro propio dolor. La cultura occidental nos enseña a menudo a permanecer impasibles ante la realidad. Nos dicen que no debemos quejarnos ante las adversidades, que tenemos que seguir adelante. Si nos encontramos en una situación estresante o difícil, rara vez nos tomamos la molestia de parar y reconocer lo difíciles que están las cosas para nosotros en ese momento.


Cuando nuestro dolor procede de un juicio hacia nosotros mismos (si estás enfadado contigo por haber tratado mal a alguien, o por haber hecho un comentario estúpido en una fiesta, por ejemplo), resulta todavía más difícil reconocer que en realidad estamos sufriendo. Por ejemplo, como en aquella ocasión en que me encontré con una amiga a la que no veía hacía tiempo y, mirándole la barriga, le pregunté:


—¿Estás embarazada?

—Mmm... No —respondió—. He engordado un poco.

—Ah... —añadí mientras me ponía roja como un tomate.


Normalmente no reconocemos esas sensaciones como un sufrimiento que merece una respuesta compasiva. Al fin y al cabo, metí la pata. ¿No significa eso que debería recibir un castigo? ¿Castigas a tus amigos o a tu familia cuando meten la pata? Vale, es posible que a veces un poco, pero ¿te sientes mejor por ello?


Todos cometemos errores en un momento u otro, es natural. Y, si lo pensamos bien, ¿por qué debería ser de otro modo? ¿Acaso firmamos un contrato antes de nacer prometiendo que seremos perfectos, que nunca nos equivocaremos y que nuestra vida será exactamente como nosotros queramos? «Eh, un momento. Tiene que haber un error. Yo sí que firmé el programa “Todo irá como la seda hasta el día en que me muera”. ¿Puedo hablar con el encargado, por favor?» Es absurdo y, sin embargo, la mayoría de nosotros nos comportamos como si hubiese ocurrido algo terrible cuando fallamos o cuando la vida da un giro indeseado o inesperado.


Uno de los inconvenientes de vivir en una cultura que ensalza el valor de la independencia y los logros individuales es que, si no logramos nuestros objetivos imaginarios, nos vemos obligados a culparnos a nosotros mismos. Y si somos culpables, no merecemos compasión, ¿verdad? Pero la verdad es que todo el mundo merece compasión. Solo por el hecho de ser seres humanos conscientes que vivimos en este planeta somos valiosos por naturaleza y merecemos cariño. Según el Dalai Lama, «los seres humanos deseamos la felicidad por naturaleza y no queremos sufrir. Por ese motivo todo el mundo intenta conseguir la felicidad y librarse del sufrimiento, y este es un derecho fundamental para todos nosotros. [...] Si tenemos en cuenta el verdadero valor de un ser humano, todos somos iguales». Es el mismo sentimiento que inspiró la Declaración de Independencia de Estados Unidos: «Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». No tenemos que ganarnos el derecho a la compasión, ya que nacemos con él. Somos humanos, y nuestra capacidad de pensar y sentir, unida a nuestro deseo de ser felices y no sufrir, conlleva en sí misma la compasión.


A pesar de todo, muchas personas se resisten a sentir compasión hacia uno mismo. ¿No es en realidad como tener pena de uno mismo? ¿O una manera edulcorada de referirse a la autocomplacencia? En este libro demostraré que estas ideas preconcebidas son falsas y totalmente opuestas al significado real de la autocompasión. Como verás, la compasión hacia uno mismo consiste en desear salud y bienestar, y conduce a un comportamiento proactivo (en lugar de pasivo) para mejorar la situación personal. Tener compasión hacia uno mismo no significa creer que mis problemas son más importantes que los tuyos, sino pensar que mis problemas también son importantes y requieren mi atención.


Por tanto, en lugar de criticarte por tus errores y tus fracasos, puedes utilizar la experiencia del sufrimiento para ablandar tu corazón. Puedes deshacerte de las expectativas de perfección poco realistas que te hacen sentir insatisfecho y abrir la puerta a una satisfacción real y duradera. Y todo eso lo conseguirás si te brindas la compasión que necesitas en cada momento.


La investigación que hemos llevado a cabo mis colegas y yo en los últimos diez años demuestra que la autocompasión es una poderosa herramienta para conseguir bienestar emocional y satisfacción personal. Al brindarnos a nosotros mismos afecto y consuelo incondicionales, aceptando al mismo tiempo la experiencia humana, por difícil que sea, evitamos conductas destructivas como el miedo, la negatividad y el aislamiento. Al mismo tiempo, la compasión hacia uno mismo fomenta estados mentales positivos, como la felicidad y el optimismo. El carácter estimulante de la autocompasión nos permite avanzar y apreciar la belleza y la riqueza de la vida, incluso en tiempos difíciles. Cuando calmamos nuestras mentes agitadas con la compasión, tenemos más capacidad para distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, y así orientarnos hacia aquello que nos proporciona alegría.


La compasión hacia uno mismo proporciona un remanso de paz, un refugio contra los mares tempestuosos de la autocrítica positiva y negativa, hasta que finalmente dejamos de preguntarnos: «¿Soy tan bueno como ellos? ¿Soy lo suficientemente bueno?». Tenemos en nuestras manos los medios para proporcionarnos el afecto que anhelamos. Si conectamos con nuestra fuente interior de dulzura y reconocemos que la imperfección es una característica compartida de la naturaleza humana, podremos empezar a sentirnos más seguros, aceptados y vivos.


En muchos aspectos, la compasión hacia uno mismo es como la magia: tiene el poder de transformar el sufrimiento en alegría. En Alquimia emocional, Tara Bennett-Goleman utiliza la metáfora de la alquimia para simbolizar la transformación espiritual y emocional que puede producirse cuando aceptamos nuestro dolor con afecto y atención. Cuando nos dedicamos compasión a nosotros mismos, el nudo de la autocrítica negativa empieza a deshacerse para ser sustituido por un sentimiento de aceptación tranquila y conectada. Es como un diamante reluciente surgiendo del carbón.

 



The Psychology of Inaction | Catherine Sanderson


Huffman, K. R., Dowdell, K., & Sanderson, C. A. (2017). Psychology in action. John Wiley & Sons.



Hace años mi esposo y yo dejamos a nuestro hijo mayor Andrew en la universidad por primera vez. Lo instalamos en su dormitorio, fuimos a Walmart y compramos una mini nevera y una alfombra. Colgamos carteles sobre su cama. Asistimos al almuerzo familiar de despedida y luego, con grandes esperanzas y corazones bajos, condujimos de vuelta a casa. No escuchamos mucho de Andrew durante las primeras dos semanas, ni siquiera mensajes de texto ocasionales preguntando cómo lavas la ropa o si puedo guardar mi dinero. Pero una noche, llamó con la voz quebrada. Andrew me dijo que un estudiante, en su dormitorio, acababa de morir. Me contó que el estudiante había estado bebiendo alcohol con amigos y alrededor de las 9 p.m. del sábado, se cayó y se golpeó la cabeza. Sus amigos lo vigilaron para asegurarse de que estaba bien. Sin embargo, siguió vomitando y asfixiándose hasta la muerte.


Revisaron periódicamente que respiraba, pero lo que no hicieron durante casi 19 horas, fue llamar al 911. Cuando finalmente hicieron la llamada, era demasiado tarde. La inacción frente a una emergencia grave de envenenamiento por alcohol, la conducta sexual inapropiada o las novatadas de fraternidad, no es inusual en los campus. Pero no son solo los estudiantes universitarios los que fallan. En 1993, dos niños mayores, secuestraron a un niño de dos años de un centro comercial en Liverpool, Inglaterra. Los tres niños caminaron juntos dos millas y media. El niño lloraba todo el tiempo. Aunque se cruzaron con 38 personas diferentes, nadie llamó a la policía. Los niños mayores se llevaron al niño a un lugar aislado, al lado de una vía del tren. Procedieron a golpearlo hasta la muerte. Su cuerpo fue encontrado dos días después.


¿Qué tenían en común estas dos trágicas historias?


En ambos casos, las numerosas personas que vieron lo que estaba pasando, no actuaron. En ambos casos, la gente vio claramente que algo estaba pasando, pero no estaban seguros exactamente de lo que estaba pasando. ¿Quién aquí ha visto alguna vez a un niño llorando en un centro comercial? Difícilmente es una situación que llame a una emergencia. La realidad es que muchas situaciones son algo ambiguas y esta ambigüedad hace que sea realmente difícil dar un paso al frente y actuar.


A lo largo de mi carrera, primero como estudiante de posgrado en la Universidad de Princeton y durante los últimos 20 años como profesor en una universidad, mi investigación ha examinado el poder de las normas sociales, las reglas no escritas que guían y dan forma a nuestro comportamiento. Estamos motivados para aprender y seguir estas reglas, para encajar en nuestro grupo social. Pero también podemos cometer errores cruciales y cuanto más pensaba en estos dos ejemplos, aparentemente dispares de personas que no toman medidas, más veía su inacción enraizada en la misma causa de confusión acerca de lo que estaba pasando. La investigación y la psicología social demuestran que es mucho más probable que demos un paso adelante y ayudemos en el caso de una emergencia clara que en una situación ambigua.


 Aquí hay un ejemplo simple. En un estudio, los investigadores compararon las tasas de ayuda de las personas en dos condiciones diferentes. En una condición, la gente escuchó un fuerte estruendo proveniente de un pasillo. Las personas en la otra condición escucharon un fuerte estruendo seguido de motivos de dolor. ¡¡mi tobillo, mi tobillo!! Adivinen qué situación se aceleró al ayudar a la que tenía motivos de dolor.


¿Qué nos dice que se trata de una emergencia real?


Todos hemos oído hablar de la gran cantidad de apoyo de completos extraños después de emergencias graves desde el ataque terrorista de 2005 en el sistema de transporte de Londres. Hasta el atentado con bomba en el maratón de Boston de 2013 y el tiroteo de 2017 en el hotel de Las Vegas. Cuando explotan bombas o se disparan tiros no hay ambigüedad. Inmediatamente entendemos qué está ocurriendo. Una emergencia. Eso hace que sea mucho más fácil para nosotros entender la necesidad de ayuda. También reduce drásticamente nuestro miedo a parecer estúpido o sentirnos avergonzados por reaccionar de forma exagerada. Pero la realidad es que muchas situaciones de la vida diaria no tienen ese tipo de claridad. ¿Es que la persona está borracha o realmente inconsciente, es un encuentro romántico consensuado o una posible agresión sexual? En situaciones ambiguas, la mayoría de nosotros experimentamos aprensión de evaluación. Miedo acerca de cómo nuestro comportamiento será juzgado por otros. Nuestro deseo de hacer lo correcto es entonces complicado porque realmente no queremos parecer estúpidos o sentirnos avergonzados y esa ansiedad nos inhibe de actuar. Así que, si estamos en situaciones ambiguas, nos fijamos en lo que están haciendo otras personas y asumimos que podemos utilizar su comportamiento para guiar nuestra propia respuesta. Aquí está el problema, es que todos miran a los demás y nadie quiere parecer estúpido o sentirse avergonzado por reaccionar de forma exagerada. Nadie puede reconocer lo que realmente está sucediendo.



En una demostración clásica de cómo mirar a los demás, el comportamiento puede llevarnos por mal camino.

Se llevó a cabo un experimento con estudiantes para completar una encuesta en una pequeña sala de laboratorio. Algunos estudiantes completaron la encuesta solos y otros en presencia de otros dos estudiantes que en realidad eran cómplices del experimentador y se les ha dijo: “pase lo que pase no reacciones en absoluto”. Los estudiantes solos comenzaron a completar la encuesta y de repente el humo comenzó a entrar en la habitación. ¿Cómo respondieron? Como probablemente pueden imaginar. Los estudiantes se levantan de inmediato y buscan ayuda después de que todo el humo muestra una señal bastante clara de que podría ser un incendio. Pero ¿qué pasa cuando los estudiantes no están solos? En este caso, a los otros dos estudiantes se les ha dicho que pase lo que pase, no reaccionen en absoluto. Entonces, en este caso, el humo comienza a entrar en la habitación y la gente sigue completando la encuesta. Los investigadores dejan que el humo siga entrando. Recuerde que en este caso a los otros dos estudiantes se les ha dicho que pase lo que pase, no reaccionen en absoluto. Entonces, en este caso, el humo comienza a entrar en la habitación y la gente sigue completando la encuesta. Los investigadores dejan que el humo siguiera entrando hasta que los estudiantes tuvieron que agitarlo. Pero incluso en este caso, solo el 10 % de los estudiantes se levantaron para buscar ayuda durante los 6 minutos que los investigadores continuaron vertiendo humo antes de cancelar el estudio.


¿Por qué los estudiantes seguían sentados en la habitación mientras se llenaba de humo? Cuando los investigadores más tarde les preguntaron si notaron el humo, todos admitieron que lo habían hecho, pero tenían una variedad de explicaciones diferentes. Un estudiante dijo que pensaban que era una ventilación de aire acondicionado que funcionaba mal. Otro estudiante dijo que era una especie de vapor. Los estudiantes se preguntaron si tal vez había un suero de la verdad que los investigadores estaban inyectando en el laboratorio. Los estudiantes explican su falta de acción al interpretar el humo como una situación que no es una emergencia porque observaron el comportamiento de otras personas a su alrededor y asumieron, por su inacción, que aparentemente el humo no era un gran problema. En este caso, cada persona individualmente sentía que se estaba produciendo una emergencia, aunque públicamente no mostrara preocupación alguna. Esta situación en la que las personas en privado sienten una cosa, pero asumen erróneamente que los demás piensan algo diferente se conoce como ignorancia pluralista. ¿Por qué ocurrió esto?


ignorancia pluralista

Asumimos que el comportamiento de otras personas refleja lo que realmente están pensando y sintiendo, aunque entendamos que nuestro propio comportamiento no lo refleja. Entonces, si los otros estudiantes no están actuando como si hubiera una emergencia, imaginamos que realmente no creen que esté ocurriendo una emergencia. La ignorancia pluralista ayuda a explicar por qué a menudo nos sentimos más fuera de sintonía con otras personas de lo que realmente estamos. Esta situación de perder la percepción de los factores que subyacen en el comportamiento de los demás frente al nuestro sucede en todo tipo de situaciones de la vida cotidiana. Aquí hay un ejemplo simple.


¿Quién aquí ha estado alguna vez en un salón de clases en el que el profesor dijo si tiene alguna pregunta y usted tenía una pregunta, pero optó por no levantar la mano? Todos hemos tenido esa experiencia, y lo que es interesante, todos sabemos exactamente por qué elegimos no levantar la mano: “no queríamos sentirnos avergonzados por hacer una pregunta estúpida”. Pero esto es lo raro, cuando eliges no levantar la mano, ¿sabes por qué no quieres sentirte avergonzado por hacer una pregunta estúpida? Cuando miras alrededor de la habitación y todas las demás personas tampoco levantan la mano, no piensas Dios, realmente no quieren parecer estúpidos”. No, crees que son inteligentes, y que simplemente no tienen preguntas. Crees que tu comportamiento de no levantar la mano se ve exactamente igual que el comportamiento de todos los demás, pero asumes que este comportamiento está impulsado por factores completamente diferentes. Eliges no levantar la mano porque no quieres parecer estúpido y ellos no levantan la mano porque son inteligentes y no tienen preguntas. Esa es una ilustración clásica de la ignorancia pluralista en acción. Nuestra tendencia a creer que el comportamiento de otras personas está impulsado por factores completamente diferentes a los nuestros, incluso cuando el comportamiento es idéntico. Se puede ver en una variedad de diferentes situaciones de la vida diaria. También puede tener consecuencias realmente graves.


En un estudio, mis alumnos y yo examinamos si esta tendencia a percibir erróneamente el comportamiento de las personas en realidad puede contribuir al trastorno de la alimentación. Les preguntamos a las mujeres en sus primeros meses de universidad que informaran cuánto pesaban y también qué imaginaban que la mujer promedio en su edad escolar debía pesar. Descubrimos que las mujeres en promedio pesan alrededor de 130 libras por altura y creen que otras mujeres también alrededor de 130 libras. Esto no es particularmente interesante o importante, pero cuando volvemos a las mismas mujeres unos meses después, sus percepciones cambiaron. En primer lugar, las mujeres ahora informan haber ganado algo de peso: ahora pesan en promedio alrededor de 135 lb para pasar al peso de las mujeres en su primer semestre de universidad. No sabían que estaban aumentando de peso, el número en la balanza es un poco más grande, los pantalones quedan un poco más ajustados. Pero esto es lo interesante, cuando se les preguntó a estas mujeres qué peso tienen otras mujeres en su escuela, ahora dicen que tienen alrededor de 125 libras. Por lo que, a medida que las mujeres aumentan de peso, en realidad están pensando que otras mujeres están perdiendo peso. 


Todos estos estudios se realizan en residencias universitarias en las que viven mujeres en los mismos dormitorios, asistiendo juntas a clase, haciendo ejercicio juntas, comiendo juntas en el comedor y, sin embargo, a medida que pasan más tiempo en el entorno universitario, se vuelven menos precisas. ¿Por qué? Creemos que es porque las mujeres hablan libremente sobre el comportamiento en el que se involucran, que se ajusta a la norma más delgada que prevalece en nuestra sociedad. Las mujeres hablan con regularidad sobre: “Hoy estoy tan ocupada que he tenido que comerme una manzana”, “Acabo de pasar dos horas en la cinta de correr” … pero no hablan de cuando se sientan solas en su dormitorio comiendo oreos o estando demasiado ocupadas para hacer ejercicio. Esta discrepancia entre lo que las mujeres dicen acerca de lo que realmente hacen lleva a creer que su propio comportamiento al comer oreos se ajusta a sentimientos totalmente diferentes de otras mujeres y por lo tanto, no reconocen que otras mujeres están aumentando de peso al igual que ellas mismas. Pero éste es el hallazgo más importante: cuanto mayor es la diferencia entre el peso de las mujeres y su percepción del peso de otras mujeres, más signos vemos de trastornos alimentarios, peso, atracones, purgas y vómitos. En otras palabras, sentirse diferente de otras mujeres tiene consecuencias graves, incluso mortales.


Pero aquí están las buenas noticias, entender los factores que subyacen al comportamiento por parte de otros estudiantes (no levantar la mano en clase o hablar sobre cuánto han comido), en realidad puede ayudar a reducir estos errores. Lo que es más importante, la investigación que realicé en colaboración con los estudiantes descubrió que corregir estas percepciones erróneas puede tener beneficios reales y sustanciales. Decirles a las mujeres universitarias que otras mujeres en realidad no son tan delgadas como creen que son, reduce las tasas de trastornos alimentarios. Decirles a los estudiantes universitarios que sus compañeros luchan con problemas de salud mental y buscan ayuda, reduce el estigma de los estudiantes acerca de buscar ayuda profesional para sus propios trastornos de salud mental más adelante. Esta investigación proporciona evidencia clara sobre cómo podemos ayudar a las personas a dar un paso adelante y hacer lo correcto, incluso en situaciones ambiguas.


Así que, ¿qué hacemos? Cuéntale a la gente sobre el miedo normal a ser visto, cuéntale como es una reacción exagerada, habla sobre la tendencia humana natural que todos tenemos de mirar a otras personas para descubrir qué está pasando. En cierta medida, la psicología de la inacción puede ayudarnos a todos a dar un paso adelante y hacer lo correcto. Incluso cuando los que nos rodean no lo son.


Abstract in TED (2019) https://youtu.be/A_Lmf7ZT_04


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